Ir al contenido principal

Las competencias y la vida cotidiana

Pocas veces un claustro entero de un instituto se pone a discutir sobre filosofía de la educación. Esto pasó hace unos días en el IES Mirasierra, después de una ponencia sobre educación por competencias. 

En el fondo, todo el debate surgió de la definición de «competencia». Según la ponente, Sagrario del Valle, la competencia es la capacidad de dar respuestas cien por cien eficaces a situaciones de la vida cotidiana. Aquí hay tela que cortar.

El esqueleto es «la capacidad de dar respuestas a situaciones», que en un primer momento, es equivalente a «hacer cosas». Obviamente, hacer cosas no es lo mismo que saber cosas, y esa decisión no es neutra. Algunos oyen esto y se echan a temblar, pero es prematuro. Mientras hablemos de «hacer cosas», ahí cabe todo: desde trabajar en equipo hasta resolver polinomios o leer a Jorge Manrique. En general, en educación, todo el mundo enseña a sus estudiantes a hacer algo. De hecho, viene en todas las leyes desde la LGE de 1970. Está muy bien hacer cosas, pero ah: ¿qué cosas?

Todo el debate, todo el peso ideológico de las competencias recae sobre esa pregunta. ¿Para qué situaciones queremos entrenar al alumnado? La respuesta fue: «situaciones de la vida cotidiana». Eso no dejó satisfecho a nadie. A unos les parece una postura filistea humillante que sacrifica la cultura en el altar de la utilidad cotidiana. Otros defienden que es un modelo clasista, porque la vida cotidiana no es igual para ricos y pobres. Al final, los dos te acaban diciendo que es una sumisión intolerable del sistema educativo al capitalismo. Nunca había visto a activistas de Menos Lectivas y militantes de Vox ponerse de acuerdo tan rápido.

Eso sí, no nos ponemos de acuerdo tan rápido cuando queremos explicar por qué es mala idea someterse al capitalismo. El crítico más frecuente es el guardián del conocimiento, el que defiende el valor intrínseco de la cultura. Su argumento es espinoso. Por un lado, hay que reconocer el enriquecimiento que proporciona leer a Jorge Manrique y aprender a resolver polinomios. Además, es verdad que la vida no te va a llevar por ahí, ni por casualidad ni por obligación, y menos aún si tu vida es de clase baja. El conocimiento siempre ha sido de ricos, y el capital cultural tiene la mala costumbre de quedarse en su estrato social.

Todo eso se lo concedo al guardián del conocimiento. El Estado debe asegurar que la cultura se transmite. Mi problema es que el enriquecimiento cultural del espíritu, por bonito que sea, no justifica este esfuerzo monstruoso en que consiste mantener nuestro sistema educativo. Repasemos los datos. Obligamos legalmente a que toda la población española, toda entera, pase por ahí: millones de niños y adolescentes cada año pasan diez años de su vida, o más, en miles y miles de edificios que hay que construir y mantener, educados por miles y miles de profesionales que hay que formar y pagar. Y si los niños no van, ¡se puede meter a sus padres en la cárcel! Yo lo admito, el enriquecimiento espiritual está muy bien, pero no se merece amenazas legales ni un 5% del PIB. Esta bestia parda solo se justifica si la educación mejora la sociedad.

Los candidatos habituales a modelo de «sociedad mejor» son dos: el mercantilismo filisteo y la tibia socialdemocracia. Por una parte, la prosperidad no es mala cosa, porque no solo nos permite ver Netflix, sino también comprar máquinas de oxígeno para los hospitales. Son mejoras objetivas. Se deduce que el sistema educativo debe formar trabajadores productivos que hagan empresas ricas, y esas empresas nos darán buenos productos y además tributarán. El mercantilista filisteo es un tipo muy popular en la Unión Europea y la OCDE.

Por otra parte, si nos guiamos solo por esta visión global de la prosperidad, acaba resultando que al hijo del fontanero siempre le toca fontanero, o repartidor de Deliveroo, y entonces Netflix nos parece un parche. Y nos parece un parche hasta la máquina de oxígeno, cuando se la ponen al repartidor porque un coche le pasa demasiado cerca y se abre la cabeza con un bordillo. El tibio socialdemócrata no puede tolerar que las personas estén condenadas a una clase social, y por eso entiende el sistema educativo como un ascensor social.

El objetivo es abrir puertas, ofrecer posibilidades al alumnado más allá de lo que se encontraría en una vida sin educación. Posibilidades laborales, desde luego, pero también vitales, porque uno puede ser repartidor y apuntarse a un club de cine, hacer poesía, ir a eventos de divulgación o programar una aplicación que te avise de los cumpleaños. Uno tiene que poder decidir en qué consiste su vida cotidiana. Es una cuestión de llevar esas posibilidades adonde normalmente no llegan, adonde la vida no obliga ni provee, que son las clases sociales desfavorecidas. El enemigo es la reproducción de la desigualdad.

La mayoría de los profesores se ven reconocidos en esa postura, y las conversaciones oscilan entre dos versiones de la socialdemocracia: conformista y rigurosa. Según la primera, el ciudadano puede acceder a todas estas posibilidades si se lo merece, y el mérito tiene que ver con el esfuerzo y la aptitud, que se miden con el rendimiento académico. El socialdemócrata conformista se deja ver muy a menudo en los institutos de Secundaria, por el pasillo de los departamentos didácticos. Se toma un café con el guardián del conocimiento para hablar mal del mercantilista filisteo, o viceversa.

El socialdemócrata riguroso, en cambio, ha leído que el rendimiento del alumno casi nunca mide el mérito, sino que se asocia a sus condiciones personales y sociales. Si la meritocracia es otro mecanismo de reproducción de la desigualdad, «el ascensor social está roto». El problema es que, aunque consiga arreglar el ascensor, no cabe todo el mundo en el piso de arriba. Una vez todos tus alumnos tienen las mismas opciones, ¿cómo repartirlos en el mercado laboral? Resulta que no hay manera. Es contradictorio. No hay reparto justo, porque el mercado laboral es injusto.

Aquí descubrimos el gran problema del candidato socialdemócrata: se opone a las desigualdades del sistema económico, pero no puede cambiarlas. Está igual de sometido al sistema que el candidato mercantilista, pero a disgusto. Si no quiere vivir en el mundo de Yupi, donde los pobres y los ricos, bien formados, se distribuyen homogéneamente por el mundo laboral, no le queda más remedio que ser realista y acotar sus ideas. Es sensato. Mientras el Ministerio de Educación no se funda con el Ministerio de Trabajo, a ninguna política educativa le corresponde resolver las injusticias del sistema económico, solo mitigarlas. Esa es su tibieza.

Por supuesto, es criticable. Como los otros eran señores, podemos poner la crítica en boca de una última candidata, algo menos habitual. Ella sostiene que la educación sirve para sembrar ideas, para generar cierta cultura política que más tarde podrá oponerse al sistema económico. Desde este punto de vista, la ingente inversión de recursos solo se justifica si nos enseña a ser críticos con todas las estructuras sociales en las que vivimos, en beneficio de una ética subyacente. Yo pensaba que esa ética era roja o negra, pero para mi sorpresa, he visto que también la hay de los colores contrarios.

Pero entonces el guardián del conocimiento frunce el ceño y cruza los brazos. Esa visión del sistema educativo parece excesivamente ligada a ciertos proyectos políticos, y parece que todo el acervo cultural de la humanidad no merece entrar al currículo mientras no sirva al fin político de la emancipación. ¿Qué hay de Lope de Vega, los ríos de España y los polinomios?

Y así se cierra el círculo. El guardián del conocimiento defiende la necesidad de lo inútil, el socialdemócrata riguroso replica que hay que condicionar la cultura a la redistribución social, y la política emancipadora dice que la justicia solo se consigue politizando el temario, pero el guardián del conocimiento vuelve a lo suyo, la importancia de lo inútil.

Por norma general, el mercantilista filisteo no consigue meter baza en el debate, y cuando lo hace, los otros le miran fatal. El cuerpo docente es viejo y orgulloso. A todo el profesorado de secundaria se le exige tener carrera y enfrentarse a oposiciones con temarios kilométricos, y se siente humillado cuando alguien viene y le dice que su tarea es enseñar a «dar respuestas efectivas a situaciones de la vida cotidiana». Y tienen muy buenas razones en contra.

En defensa de Sagrario del Valle, quizá entendimos mal su idea, cuando ella estaba más cercana a la del socialdemócrata riguroso. Debemos desplazar el concepto de lo cotidiano a otro sitio de la definición. La competencia es la capacidad para dar respuestas efectivas a las situaciones que pueda plantear la vida, pero quizá no solo la cotidiana, sino cualesquiera vidas queramos que el alumnado pueda tener. Eso incluye cierta vida intelectual, y política, cosas que escapan al día a día del alumnado pero que en algún momento podrán formar parte de su vida cotidiana. Les dejamos la puerta abierta.

Pero el concepto de lo cotidiano no desaparece. Es un puente entre los intereses actuales del alumnado y los temas nuevos que le proponemos. Es la manera de traérnoslo a nuestro terreno. Todo el mundo lo hace en clase: relacionar el tema con las noticias, con la familia, con algo que haya pasado en el instituto: lo que sea que el alumno ya conozca.

Para hacer eso de forma competencial, hay que ir un poco más allá y relacionar situaciones, tareas. Queremos que los chicos puedan comentar textos para que en el futuro puedan plantearse entrar a una carrera de humanidades, o para que puedan abrirse un TikTok de reseñas de libros, lo que sea. Hay que encontrar situaciones cotidianas que pongan en juego esas destrezas. ¿Qué textos leen en sus vidas cotidianas, y tienen que saber interpretar? Anuncios, mensajes de WhatsApp, circulares del instituto. A lo mejor se pueden sacar características textuales de ahí. Mi profesor de Lengua de tercero de ESO traía anuncios a clase para analizar. (Y Joseluís González, defensor del valor intrínseco de la cultura, no es nada sospechoso de filisteo. Quiero decir: hay lugar para lo cotidiano más allá del mercantilismo.)

Pero quizá resolver polinomios requiere una destreza que no es necesaria en la vida cotidiana. Y no pasa nada. Es decir: hay que buscar relaciones en la medida de lo posible. Lo que no podemos pretender es que la vida cotidiana tenga analogías directas con todo el currículo. Si enfoque competencial quiere escapar al mercantilismo, debe ir más allá de la vida cotidiana.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Notas a la conferencia de Sagrario del Valle

Ayer el IES Mirasierra de Madrid acogió una formación de Sagrario del Valle en educación por competencias. La conferencia tuvo varios momentos lúcidos, pero lo mejor fue sin duda el descanso, porque nos pusimos a debatir entre compañeros varias cosas muy contenciosas que se dijeron en la ponencia. Me gustaría darle una vuelta a los argumentos. Prescripciones pedagógicas La ley es prescriptiva, hay que cumplirla. Pero la ley no es solo un programa, es todo un marco teórico que le da sentido. Eso nos obliga a adoptar ese marco teórico para poder cumplir la ley. Como era de esperar, esa obligación ha levantado muchas ampollas en el claustro. La ponente presenta el paradigma LOE (incluidas LOMCE y LOMLOE) como un híbrido entre el constructivismo, que llega a la legislación a partir de la LOGSE, y las competencias, que entran en la LOE por recomendación de la Unión Europea. Por tanto, lo prescrito es enseñar siguiendo esas dos guías. Lo de someterse al constructivismo algunos lo viven como ...

Traicionera programación competencial

Quiero pensar que las competencias son provechosas. Es verdad que no siempre, porque el currículo de cada materia es de su padre y de su madre. En Psicología de segundo de Bachillerato, por ejemplo, las competencias son un calco de los bloques de contenido, y ahí no tiene sentido «programar por competencias». Es una tontería. Te están pidiendo a gritos que las pongas al final de la programación, en el tradicional «pegote competencial», para cubrir el expediente sin que llegue a salpicar al aula. Pero luego miras el currículo de Filosofía de primero de bachillerato, y realmente tiene unas competencias específicas muy chulas, tanto desde un punto de vista académico como para objetivos cívicos y sociales. Argumentar, impulsar el intercambio de ideas, identificar falacias, respetar opiniones, entender la teoría como proceso histórico abierto, conocer el trasfondo filosófico de la cultura... ¿Y la escuela está sacando partido de esto? Yo creo que no. La inercia es convertir las competencias...