Quiero pensar que las competencias son provechosas. Es verdad que no siempre, porque el currículo de cada materia es de su padre y de su madre. En Psicología de segundo de Bachillerato, por ejemplo, las competencias son un calco de los bloques de contenido, y ahí no tiene sentido «programar por competencias». Es una tontería. Te están pidiendo a gritos que las pongas al final de la programación, en el tradicional «pegote competencial», para cubrir el expediente sin que llegue a salpicar al aula. Pero luego miras el currículo de Filosofía de primero de bachillerato, y realmente tiene unas competencias específicas muy chulas, tanto desde un punto de vista académico como para objetivos cívicos y sociales. Argumentar, impulsar el intercambio de ideas, identificar falacias, respetar opiniones, entender la teoría como proceso histórico abierto, conocer el trasfondo filosófico de la cultura... ¿Y la escuela está sacando partido de esto? Yo creo que no. La inercia es convertir las competencias...
Pocas veces un claustro entero de un instituto se pone a discutir sobre filosofía de la educación. Esto pasó hace unos días en el IES Mirasierra, después de una ponencia sobre educación por competencias. En el fondo, todo el debate surgió de la definición de «competencia». Según la ponente, Sagrario del Valle, la competencia es la capacidad de dar respuestas cien por cien eficaces a situaciones de la vida cotidiana. Aquí hay tela que cortar. El esqueleto es «la capacidad de dar respuestas a situaciones», que en un primer momento, es equivalente a «hacer cosas». Obviamente, hacer cosas no es lo mismo que saber cosas, y esa decisión no es neutra. Algunos oyen esto y se echan a temblar, pero es prematuro. Mientras hablemos de «hacer cosas», ahí cabe todo: desde trabajar en equipo hasta resolver polinomios o leer a Jorge Manrique. En general, en educación, todo el mundo enseña a sus estudiantes a hacer algo. De hecho, viene en todas las leyes desde la LGE de 1970. Está muy bien hacer ...